Las garantías fundamentales protegen a todos los ciudadanos, sean trabajadores o no, nacionales o extranjeros, hombres o mujeres. Y también deben ser respetadas por todos, sean los privados, o el mismo Estado.
Han sido noticia en los últimos meses, las controversias judiciales que han enfrentado, por una parte, a mujeres en su condición de funcionarias públicas y, por la otra, a su empleador el Estado, con reconocidas victorias, expresadas en sentencias de nuestros tribunales, en favor de aquéllas.
Ya sea la Subcontralora General de la República, que logró revocar la destitución promovida por el propio Contralor, o aquella Gestroenteróloga que debe ser indemnizada por el Servicio de Salud del Bío Bío, luego de ser suspendida de labores a través de un mensaje de WhatsApp, o la funcionaria, también de la Contraloría, que es reincorporada luego de haber sido removida por denunciar a colegas que se fueron de safari en horas de trabajo, los casos sumas y siguen.
Lo haya sido a través del recurso de protección, o por medio del polémico procedimiento de tutela laboral, cuya aplicación a funcionarios públicos ha sido cuestionada por el Tribunal Constitucional, no obstante su legitimidad se mantiene incólume para muchos de nuestros jueces, los tribunales de justicia han demostrado claridad en acoger los requerimientos de garantía de los derechos fundamentales de las mujeres trabajadoras del sector público.
Y era lo más lógico, las garantías fundamentales nos resguardan a todos de las vulneraciones a nuestra forma de sentir y vivir en sociedad, mantienen la protección de nuestra dignidad, intimidad, honra o reputación, integridad psicológica y física, del derecho al trabajo, también nos amparan de cualquier tipo de trato desigual, discriminatorio o abusivo, en definitiva, nos ofrecen las reglas mínimas que protegen nuestros derechos, aplicables en cualquier circunstancia, sea con un empleador, compañeros de trabajo, nuestros superiores o cualquier persona.
Y bajo la condición de mujer que labora para el Estado en cualquiera de sus modalidades – planta, contrata u honorarios –, por cierto que no estaba exenta de esa protección constitucional. El asunto no es de suyo irrelevante, si se considera el tradicional trato desigual, discriminatorio y abusivo de que la mujer ha sido objeto a un nivel social y la solo incipiente aunque progresiva consciencia de sus derechos.
Estas noticias contribuyen a descubrir que dentro de la quizás a ratos caótica dinámica interna de ciertas instituciones estatales, la humanidad puede salir a la superficie, como resultado no de una regulación interna farisaica, sino como expresión de un sano equilibrio entre la realidad objetiva, el conjunto de normas legales que promueven los derechos fundamentales y un tercero – un tribunal – que discierne lo mejor que se debe hacer en la circunstancia que sea, respecto de quien es siempre la parte más débil en una relación laboral, el trabajador, y que por el hecho adicional de tratarse de la mujer, reclama la justa necesidad de que se imponga siempre la verdad.
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