“No eres la niña de los mandados. Eres mi hija querida”. Ese es uno de los últimos mensajes de audio de “whachap” -nunca pude lograr que dijera WhatsApp- que tengo de mi viejo. Estaba ya en el Hospital Van Buren, en agosto del año pasado, y me pedía que le llevara desde los elementos básicos para sobrevivir en esa selva de cemento, hasta libros, diarios y alargadores. En broma, yo le respondía que cuando le dieran el alta íbamos a necesitar un camión de mudanzas y él se reía de mis “exageraciones”.
Raúl Alfredo Trajtemberg Stolerman, mi viejo, había nacido en Buenos Aires, en septiembre de 1943. De acuerdo a la historia que él contaba, se vino a Chile detrás de quien fue después su esposa y con quien formó su primera familia, cuando nacieron las mellizas: mis hermanas Claudia y Andrea. Las vueltas de la vida lo llevaron después a jugársela por una segunda familia, ya en los ’70, y ahí comenzó la locura de “los tuyos, los míos y los nuestros”, lo más parecido a la película “Más barato por docena”: mi mamá ya tenía tres hijos de su primer matrimonio –la Maru, la Male y Dante- y luego, cuando comenzaron su historia juntos, nacimos la Carola y yo. Una tribu completa o –al menos- el elenco de baby fútbol.
Desde mis ojos de niña y aunque tuviéramos 20 años de diferencia entre los mayores y los menores, cada jornada siempre fue una aventura. Partiendo por las vacaciones en citroneta y carpa –que después evolucionaron a viajes en motorhome-, hasta los domingos donde mi nona. El familión, que mezclaba los genes italianos, españoles y judíos, siempre tenía algo que decir, algo que discutir, un punto de vista por el que pelear o un problema ante el cual súbitamente nos apoyábamos en masa.
Pero con mi viejo, los dos, siempre tuvimos una conexión profunda. No tengo claro cuándo comenzó este amor infinito que nos teníamos ni por qué, pero todos decían que desde que aparecí en este mundo no nos separamos más. Su “compañera”, me decía, aunque eso le trajera problemas con mi mamá, que –en plena década de los ’80- no se sentía cómoda con esa palabra. Yo no entendía mucho de esos enojos, mientras disfrutaba metida entre los fierros de los autos, ojalá con grasa en las manos y cara, pasándole las herramientas, entendiendo un lenguaje que pocas niñas –a los ocho años- podían comprender: el taladro, las brocas con diferentes medidas, el atornillador de cruz o la llave francesa.
No necesitábamos hablar. Bastaba con mirarnos para saber qué quería el otro o qué maldad haríamos en conjunto.
El viejo era un científico loco, un curioso insaciable. De niño, lo echaron de la escuela al otro lado de la cordillera, entre otras razones, por quemar sillas para saber qué sucedía o armar pequeñas bombas de ruido con tuercas y tornillos, antes de los 10 años.
Siempre fue inquieto, física y mentalmente. Ya casado y a cargo del buque, “secuestró” una pieza completa en la casa para armar una intrincada red ferroviaria a escala, saturando tanto el espacio, que sólo era posible entrar casi gateando, con los trenes eléctricos pasando sobre nuestras cabezas. Tiempo después, cuando los computadores recién aparecían en Chile, se dedicó a crear software propios para mejorar la atención al cliente de la empresa donde trabajaba, sin haber estudiado jamás aquello. Y en sus últimos años, se hizo especialista en fotografía y Photoshop.
Quizás eso es precisamente lo que nos unía. La intranquilidad permanente. El no poder estar quieto, la energía constante que solo se apagaba cuando era hora de dormir, para amanecer al día siguiente con nuevas ideas y proyectos, la mayor parte de los cuales no pasaban más allá de su cabeza. Y su capacidad innata de enseñar, a todo quien quisiera escucharlo, aun poniendo en riesgo su integridad física.
Debo haber tenido unos diez años cuando él intentaba que yo fuera casi campeona nacional de bicicross. Rabiaba muchísimo, porque -según sus palabras- me faltaba “espíritu asesino” al volante, hasta que no aguantó más y tomó la bicicleta él mismo, para mostrarme “cómo se hacía”. El resultado fue magulladuras por todo el cuerpo, hematomas y probablemente más de una costilla averiada. Pero él se levantó como pudo y me gritó a la distancia: “¡Así se hace!”.
En 40 años, solo peleamos en serio una vez. Fue por una guitarra. Estábamos de camping, en el motorhome que él mismo había diseñado, cuando perdió su billetera. Comenzó a lanzar todo lo que se le cruzara, incluida mi guitarra, que obviamente terminó rota (y sigue así 25 años después). Lancé un par de garabatos cuando me di cuenta y nos miramos con rabia. Nuevamente no necesitábamos pelear ni gritar. Solo mirarnos. Y perdonarnos después de unas horas, cuando tras caer en una zanja –en Coñaripe- no podía dejarlo solo en la emergencia y corrí tras él a buscar un tractor que nos sacara del apuro.
Me heredó una constante pasión por la vida. Lloraba con una buena película, se emocionaba fácilmente ante los logros de sus hijos y nietos, sonreía a todo el que se le acercara y trataba a todos de igual a igual, no importando quién fuera ni de dónde viniera. Todos merecían su respeto.
Mantuvo su fuerza intacta incluso cuando mi mamá se enfermó y él ya no pudo cuidarla. La visitaba todos los días e intentaba darle la mejor vida posible, aun cuando ya no fuera la misma con la que se había casado hace más de cuarenta años.
Como buen argentino, gozaba con un buen asado –casi todos los domingos le enseñaba a mi marido a mejorar en este arte- y era el primero en degustar cada nueva receta que se me ocurría. Estaba orgulloso de la nueva familia que habíamos formado con Marcelo, de la que era parte desde hace dos años -desde que mi mamá se enfermó y él se vino a vivir a nuestra casa-, y lo repetía a menudo. Era feliz con nosotros. Y nosotros con él.
El año pasado, de a poco, el papi se empezó a encorvar. A sus 73 años era una persona en constante movimiento, pero la edad comenzaban a hacerse visible. Justo cuando celebrábamos el Día del Padre, comenzó con dolor de espalda. Un mes después, lo que parecía ser apenas un achaque, terminó siendo un tumor en una vértebra, que le presionaba la médula espinal. Y luego descubrimos que era sólo la punta del iceberg de un cáncer metastásico.
La salud pública lo abandonó casi de inmediato. Ni siquiera lo miraban cuando llegábamos al hospital. Pero el viejo la peleó hasta el final, como siempre lo había hecho. El primer mes intentó salir adelante, haciendo caso omiso de la maldita enfermedad que lo consumía. Yo estaba ahí, con él. Siempre. Íbamos y volvíamos de las citas médicas, nos regaloneábamos, tomábamos cafecitos con medialunas (hábito sagrado para él, que cumplía casi como ritual diario), nos disfrutábamos. En el último tiempo, ponía un saco de dormir y me quedaba con él toda la noche. No quería dejarlo ir.
Pero su cuerpo también lo abandonó y lo obligó a quedarse en cama, donde pasó los siguientes cuatro meses, mientras se apagaba lentamente.
El viejito, sin embargo, no se podía ir así como así. Primero tenía que reunirnos a todos, a su tribu, a los que estábamos esparcidos entre Viña del Mar, Santiago, Milán, Tel Aviv y Sidney. Ese fue su último proyecto: durante cinco meses, aguantó que el cáncer fuera invadiéndolo, con tal de esperar que llegara cada uno de mis hermanos, conversar con ellos, con mi tío –su hermano- y con algunos cercanos. Cumplió su última misión.
Conmigo no fue necesario hablar. Nos mirábamos todos los días y nos decíamos “te quiero”. Con eso bastaba.
El 25 de enero pasado, a las 5:25 nos despedimos. Se fue tranquilo, durmiendo, en un escenario que nunca imaginé, porque en mi “complejo de Electra” no cabía la posibilidad de que él no estuviera aquí. Y todavía no sé cómo aceptarlo. Pero, como se los dije a mis hijos, el tata sigue aquí, con nosotros, en cada recuerdo, en cada historia, en cada foto. En mi brazo que lleva su nombre en hebreo y en mis ojos que se ríen igual que los de él. En todos sus proyectos. En cada uno de sus siete hijos y respectivos yernos y nueras, en sus diecinueve nietos y su casi decena de bisnietos. En los días de medialunas y café.
Feliz Día, viejito.
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