Mi mamá siempre fue la diferente de la familia. Era la que daba ese toque de histeria y alegría. La desordenada. La regalona de mi abuelo y autodenominada oveja negra. Yo diría más bien la oveja ultra rubia, ya que era la más rubia entre sus hermanos.
De una familia de esfuerzo. Hija de un militar que acumula más títulos universitarios que sus hijos, y de una ama de casa que es más bien la reina.
A mi mamá no le iba muy bien en el colegio. Tenía dislexia y déficit atencional en una época donde la única respuesta a eso es que era ‘tontita’. Fue víctima de bullying. Cuando salía del colegio se escondía entre los arbustos hasta que la fueran a buscar. Hasta que se cambió desde el Colegio Alemán al Mariano de Schoenstatt. En ese lugar encontró a su amiga de la vida, la que sería la madrina de mi hermana Valentina. Ahí sacó su personalidad y se convirtió en lo que fue. Una gran mujer.
Terminó la carrera de Relaciones Públicas con la máxima nota. Para ese tiempo había conocido a mi papá y estaba esperando a su primer hijo: a mi.
Con una carrera laboral excepcional, llegó muy rápido al éxito, pero sufrió las consecuencias de la pérdida de vida familiar, y ya con tres hijos en su andar, decidió ganar menos y vivir más. Durante los últimos quince años estuvo en una empresa automotriz donde generó lazos que traspasaron la frontera de la oficina y llegaron a nuestro hogar.
Cuando cumplí once años mis papás se separaron, a los quince se divorciaron. Fue un golpe, pero sirvió. Sirvió para armar los cuatro pilares fundamentales en la vida de mis hermanos y en la mía: nosotros mismos y mi mamá.
Pasaron los años y me convertí en el segundo marido de la casa, como decía mi nana. El maestro chasquilla. El “anda a comprar, te paso mi tarjeta”, o el “habla con tus hermanos que a mi no me hacen caso”. Fui el eslabón entre mi mamá y ellos. Muchas veces me tocó retar y castigarlos porque ella ya no sabía qué hacer, y muchas veces también me tocó retarla a ella porque se le ‘pasaba la mano’. Era una especie de relación profesional cuando eran temas del hogar, yo era el par, pero cuando se trataba de mi, yo era su hijo. Para bien o para mal.
Años después del divorcio, llegó Marcial. La pareja con la que ella fue inmensamente feliz. Lo sé, porque fui su confidente. Tuvieron sus idas y venidas como toda relación. En nueve años vivieron de todo. Las operaciones de mi madre, operaciones de él por problemas a la espalda. Múltiples accidentes de nosotros, los hijos.
A pesar que después se separaron como pareja, él siempre estuvo ahí. Fue un segundo papá. No quiero dejar de lado al mío, él también fue muy presente pero no vivía con nosotros y hacía lo que estaba a su alcance.
Un día de febrero del 2012 mi mamá compró comida. Si lo hacía, era porque debía decirnos algo importante. Nos sentó en la mesa y dijo: “Niños, hace un tiempo me realice unos exámenes y me encontraron un tumor en la pechuga”.
Se me cayó el mundo. Se que a mis hermanos igual. Sobretodo a la Valentina, que era la gran yunta de mi mamá.
Lo recibimos de buena forma y empezamos a ver qué se podía hacer. Iba todo bien, pero resultó que para mi madre nunca fue fácil. Era cáncer y solo en meses había crecido descomunalmente. Se hicieron correr todos los seguros, habidos y por haber. Comenzaron las operaciones. Pechugas fuera.
Fue algo muy duro para ella. Para nosotros también, sobretodo porque nuestros roles en la familia se reafirmaron. Siempre manejé la administración de la casa. Nunca cuidé de nadie. Ahora me tocaba cuidar, alimentar, bañar, parchar, drenar y apoyar. A mis hermanos igual.
Luego llegó la famosa quimioterapia. Lo bueno de esa época es que me tocaban clases en la tarde y el tratamiento era temprano. Fue tiempo. Tiempo para poder llevarla y traer. Ver películas en la sala de espera.
Paso siguiente, la caída del pelo. Ramón, el peluquero de nuestra familia de toda la vida se encargó de ello. Todos en el lugar lloraron mientras la larga cabellera rubia, platinada y natural de mi mamá caía al suelo. Ramón la dejó con un corte super lolein hasta que el último cabello se dejó caer.
Un día me dijo “Tofito, pélame”. Así me decía, nunca entendí bien por qué.
Así fue la evolución de esta mujer, que pasó de ser una diva siempre perfecta, una fiel representante del “antes muerta que sencilla”, a esta madre enferma, rapada, pero siempre con su bella sonrisa.
La caída del pelo hizo que descubriera otro mundo, “que algo bueno tenía el cáncer”, decía. Volvió a andar en micro, cosa que no hacía desde la universidad. Descubrió Santiago de nuevo, esta ciudad tan cambiada al que ella había conocido desde pequeña.
Nos contaba cómo disfrutaba de los olores, las vistas, las comidas. Las esperas, contrastadas al agitado mundo donde ella se movía. Jamás paraba. A veces no dormía por la noche y al día siguiente se levantaba a las seis de la mañana, para volver a las 20.00 y vernos hasta que nos acostáramos.
Después de dos años de lucha donde estaba curada, volvió a trabajar. A la semana se quebró la pierna entrando a la oficina por un hoyo mal tapado. Como les dije, con ella nunca fue simple.
Otro mes con licencia donde ella quería levantarse y hacer cosas, se sentía bien. Tenía ganas de volver a vivir. Cuando creímos que la tormenta ya había pasado. A dos semanas de volver a trabajar comenzó con unos extraños ataques epilépticos. Con mis hermanos no sabíamos qué pensar, si eran los remedios o qué.
Volvieron los exámenes. ¿Resultado?, tumor en el cerebro. Metástasis de Cáncer. Toda la esperanza que teníamos era golpeada de nuevo, pero ahí seguíamos luchando. Los cuatro, junto a mi papá y Marcial.
La operaron y tuvo una muy lenta y dolorosa recuperación. Ella siempre decía que yo era de los hombres más duros que conocía, incluso a veces que tenía ‘corazón de piedra’ porque nada me afectaba emocionalmente.
Tras la noticia de metástasis lloré con todo el mundo. No digo que llorar esté mal, solo que nunca fue mi costumbre. Me invadió el miedo más profundo y mi papá, mi polola y gente cercana me tuvieron que consolar. Mientras me hacía cargo de mis hermanos y la casa entendí más que nunca todo lo que ella tuvo que pasar.
La operación dio positivo, nuevamente estaba curada. Corrí y llamé a todo el mundo para contar la noticia. Estábamos fuertes y unidos. Hasta que nuevamente comenzaron los ataques epilépticos y dolores.
En tan solo una semana y media fuimos cinco veces a urgencias. Le hacían estudios, y scanners. No había nada, pero llegó el punto donde dejó de caminar, de reaccionar. No sabía qué día era y le costaba hablar.
Un día de lucidez nos contó que le dolía la cabeza. Le dijimos a una tía que trabajaba en la Clínica Santa María y se ofreció a llevarla. Era viernes. Al día siguiente, un tío, con resultados en mano, nos dijo que necesitaba hablar con nosotros y que comprarían cosas ricas para comer.
Todos sabíamos el motivo. Mi tío después lo confirmó: “Salieron los exámenes y bueno … a tu mamá el último tiempo le ha dolido mucho el cuello, ¿verdad?. Tiene alojado un racimo, algo así como un musgo de tumores en esa zona”, dijo. “Por tanto ahora ya no se puede hacer nada”, agregó mi tía. Se quebró y dijo “tu mami es paciente terminal y solo nos queda esperar ¿cuánto? no sabemos y lo dirá la doctora que la vendrá a ver”.
Ella, la mujer con la que viví tantas cosas, que nunca me dejó solo, para bien o para mal, iba a morir. Yo solo tenía 23 años, sin hijos. Ni siquiera iba a poder verme salir de la universidad. Al ser diseñador constantemente me imagino muchas cosas, pero en ese momento todo era sombrío.
Con la visita de la doctora llegaron los pronósticos. El primero fue a fines de septiembre y arrojaba seis meses, pero yo ya estaba convencido de que ella no estaría para mi cumpleaños, que era en noviembre.
Empezó a empeorar más. Para la semana siguiente era el cumpleaños de mis hermanos y vino mucha gente, todo mientras mi mamá drogada dormía en su pieza. Al día siguiente les dijo a mis hermanos que invitaran a sus amigos para mañana. ¿Para qué?. Muy acongojados le dijeron que había sido ayer y fue en ese momento que ella se dio cuenta que estaba mal. Estaba enferma, pero nunca tuvo un pelo de tonta.
Eran principios de octubre cuando volvió la doctora y dijo que ya no serían seis meses, sino dos semanas. Eso provocó una serie de conflictos entre los tres porque ya no sabíamos qué hacer. Era muy difícil llevar todo y además rendir en la universidad.
Una tarde me senté en la terraza a conversar con mi hermana, la Valentina. Ella es menor por cuatro años, pero es mi mejor amiga. Pensamos muy parecido. Muchos no entenderán, puede que otros sí, pero resultó que llegamos a la conclusión. “Que la mamá muera luego”. Era muy difícil hacernos cargo de todo, más aún sabiendo que tarde o temprano iba a morir.
Llegó el 17 de octubre. Vino la doctora. La vio y lo único que dijo fue: “Empiecen a despedirse”.
Mi suegra -viuda- me dijo que iba a llegar un día que alguien debía tranquilizarla. Y así lo hice. Fui donde ella y le hice cariño. Sé que me escuchó. Que todo estaría bien, que cuidaría de mis hermanos, no les faltaría nada. Algo dentro de lo agitada que estaba la calmó.
Al día siguiente fui a trabajar temprano. Me despedí de ella, le dije que la vería en la tarde, cuando volviera.
Al salir me encontré con mi prima mayor, que no había ido ni una vez a verla. Me dijo que se quedaría un rato y le pedí que la cuidara porque no había pasado buena noche.
Al salir del trabajo pasé al supermercado para comprar cosas para la casa unas toallas para limpiar a enfermos, llamadas “Mimi”, por encargo de la cuidadora.
Mientras hacía la fila de queso lo vi. Una simpática amiga de mi mamá lo publicó en Facebook.
Sí. Me enteré de la muerte de mi mamá, a mis 23 años, por Facebook. Compré el jamón, el queso y me fui a la casa. Claramente ya no eran necesarias las Mimi.
Para llegar tuve que estacionarme en otro lado. Afuera de la casa estaba lleno de autos. Mientras caminaba vi a mis hermanos a lo lejos, esperándome en la entrada. “Ya sé”, les dije. Me sonrieron, entramos a la casa, llegué a la pieza y la vi. Maquillada perfecta, hermosa.
Estaba Marcial y por un momento en que estuvimos en la pieza los cinco -mi mamá, nosotros tres y él- les dije estoicamente “chiquillos, se fue en paz, hablé con ella anoche”. Rompí en llanto y nos abrazamos.
Jamás olvidaré ese día martes. Nublado y con amenaza de lluvia, tal como a ella le gustaba. Mis hermanos no tenían clases pero tenían planes temprano. Fue mi prima mayor, la primera sobrina de mi mamá. Nunca había ido, ese día sí.
Jamás me me van a quitar el convencimiento que mi mamá lo preparó todo. Se encargó que no estuviéramos, y que cuando llegáramos, la viéramos como ella era: antes muerta que sencilla.
Es inevitable no llorar porque no alcanzó a llegar a mi cumpleaños 24. No llegó a navidad ni a su cumpleaños número 50. Tengo una mezcla de orgullo y vacío. Me encantaría que estuviera, haberla regaloneado más si alguna vez hubiese sabido que partiría tan pronto.
Hoy vivimos con mi papá. Mi gran amigo y apoyo de la vida. Duermo en la cama donde murió ella. Y a pesar que será el primer día de la madre desde que ya no está, estoy orgulloso de ella. Por la familia que dejó. De mis hermanos, por cómo crecieron con esto. Ya no son niños. Iremos al cementerio, le dejaremos flores. Me tatuaré en su honor, haremos una comida y le pondremos un puesto en la mesa.
El 18 de octubre 2016 falleció Ximena Buchheister, madre de Agustín, Valentina y Vicente, producto de cáncer.
COMENTAR