Muchas discusiones de pareja comienzan más o menos así: la mujer expresa una queja, el hombre se pone a la defensiva, porque escucha desaprobación. Entonces, o se niega a hablar o trivializa los planteamientos de ella, con frases como: “De nuevo estamos con eso”; “¿Vas a empezar otra vez?”. Esto hace que ella no se sienta escuchada. Y, a veces, hasta termine en llanto. Un comportamiento que al hombre lo sobrepasa porque, según algunos entendidos, está “diseñado” para estar en “control” de la situación. De ahí que lo que continúa puede ir desde un intercambio de comentarios sarcásticos a gritos o algo mucho peor.
Si bien es cierto que tanto hombres como mujeres se focalizan en cosas distintas a la hora de discutir (ellos, en los hechos; ellas, en los sentimientos), más que un asunto de género, la forma en que ocurren las peleas se relaciona con estilos de personalidad. “En Chile hay muy poca educación sobre el tema, y en general se produce una acusación mutua, en lugar de ver cómo aporta cada uno al conflicto”, explica Claudia Cartes, sicóloga de la Universidad Andrés Bello y terapeuta de parejas.
Según los especialistas, las disputas en sí no son negativas. Pero gozan de mala reputación. Especialmente en estos días en que nadie quiere pasar por agresivo o “difícil”. Aunque en el caso de las parejas, discutir tiene otro tipo de “carga”: es sinónimo de estar mal.
Cartes dice que no hay que temer a las peleas. “Es mejor tener esas pequeñas crisis y resolverlas, antes que uno de los miembros de la pareja -para evitar el conflicto- tolere o acepte aquello que no le parece y llegue a un punto en el cual explote. Si no existen discrepancias, eso revela que uno de los dos se somete al otro. Quienes dicen que nunca pelean, debieran cuestionarse si esa armonía es tal, porque posiblemente no lo sea y sólo se trate de que niegan el conflicto”. Es normal que se produzcan discusiones cada diez o quince días. Pero los expertos subrayan que lo importante es el estilo de discusión: no debe ser agresivo ni dañino.
Katusa Nishihara, sicóloga de la Universidad Católica y directora de Prisma Psicología, sostiene que éstas “dañan una relación cuando se traducen en ataques y descalificaciones o se pierde el foco y quedan temas irresueltos”. Y si el hostigamiento es permanente, se convierte en maltrato.
“Cuando uno de los dos está en defensa constante y la pareja es indiferente a su dolor, se resiente el vínculo”, señala Cartes. Tanto la crítica permanente como la indiferencia deterioran una relación. Añade: “Es más saludable decir “me equivoqué” y pedir perdón, porque de esa manera se reconoce el dolor del otro”.
Los silencios también pueden ser nocivos. A menudo sólo son una forma de prolongar pasivamente una pelea, ya que si bien la pareja vuelve a la “normalidad” y a hablar como si nada, no ha enfrentado el motivo real de la discusión.
¿Sirve contar hasta diez? Sí. De hecho, una clave para aprender a sacar provecho de las discusiones es controlar nuestros impulsos. “Esto puede ser especialmente difícil de practicar en las relaciones más próximas, en que uno se juega tanto -apunta Daniel Goleman en su famoso libro Inteligencia Emocional-, porque las reacciones que afloran en este ámbito afectan nuestras necesidades más profundas, como el deseo de sentirse amado y respetado, el miedo al abandono o la sensación de ser rechazado emocionalmente”.
Como las peleas en general surgen de manera espontánea -porque la emoción (rabia, miedo, etc.) frente a un determinado gesto, hecho, actitud o palabra no se puede controlar-, los especialistas recomiendan aprender a postergarlas en determinadas circunstancias. Por ejemplo, cuando uno se siente superado por el enojo o el momento no es propicio (porque hay otras personas presentes o el lugar no es el adecuado).
Esto no implica dar por terminado el asunto. Siempre es importante retomar la situación y no dejar las cosas inconclusas. Y también que cada uno diga lo que sintió y lo que espera del otro.
En esos momentos también hay que ser realistas sobre los asuntos que se pueden modificar y los que no. “Muchas veces las parejas esperan que el otro cambie aquello que no le gusta y eso genera una queja permanente. Se pelean eternamente por ello y lo pasan mal, en lugar de asumir al otro como es y hacer un duelo por la pareja que no se tiene”, comenta Cartes.
Pelear o no delante de los hijos es otro punto a considerar. La discusión -constructiva y civilizada- hace posible que los niños aprendan a través de las conversaciones con los adultos, por ejemplo, que está bien disentir de otra persona. “Si, por el contrario, las disputas están acompañadas de gritos, agresiones y descontrol, debe evitarse a toda costa que los hijos presencien este tipo de situaciones, ya que les genera un daño psicológico; es una agresión hacia un niño no protegerlo de escenas violentas”, enfatiza Nishihara.
Para discutir sanamente se necesitan madurez y capacidad de autorreflexión, pensar y no sólo actuar. Una vez que la pareja es capaz de ver qué es lo que le sucede a cada uno, se centra no en la queja o la crítica al otro. “Es muy importante saber diferenciar las propias necesidades y las del otro. Y que cada uno se haga cargo de sus debilidades”. Porque la convivencia no tiene por qué ser un campo de batalla en el que uno gane y el otro pierda. Todo está en aprender a identificar los problemas, y buscar las soluciones, discutiéndolas adecuadamente.
1.- Dinero: Los gastos de uno de los dos y las compras en común son el tema que genera mayor discusión en las parejas. En especial si uno es partidario del ahorro y el otro, despilfarrador.
2.- Sexo: Cuando las personas discuten por la periodicidad con que tienen encuentros sexuales el punto es, en realidad, la necesidad de mayor conexión y afecto. Los expertos dicen que es importante la comunicación y priorización de la vida en común, pues permite dar tiempo para una sexualidad más vital.
3.- Trabajo: ¿Fin de semana juntos o de horas extra en la oficina? La gente está sobrepasada en su trabajo. El estrés que esto genera puede traspasarse al ámbito privado. Si ambos trabajan, dividirse roles causa fricciones cuando uno siente que se lleva la peor parte.
4.- Tareas domésticas: Los roces se relacionan más con necesidades no satisfechas de valoración hacia uno, que con obligaciones. ¿Loco por el aseo y desordenada crónica? Este es, asimismo, otro punto de fricción: ¡Valor!
5 .-Hijos: Las diferencias en la crianza pueden ir desde si tener o no descendencia y, más tarde, qué límites establecer frente a los hijos o cuánto dinero destinar a los colegios. ¿Y qué hay de estar juntos, sin los niños, en algunos momentos?
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