Bernardo O’Higgins y José de San Martín se dan un abrazo. En torno a ellos, soldados montados a caballo y otros de pie, celebran la batalla que sellaría la independencia de la nación. La escena se puede leer no solo en los libros de historia, sino también en el último diorama -un montaje que combina el arte de la maqueta, la pintura y el tallado en madera- instalado hace dos meses junto con la inauguración de la nueva estación terminal de la Línea 5 del Metro, Plaza de Maipú.
Esta pieza es obra de Rodolfo Gutiérrez, quien, en 1987, puso por primera vez un diorama en la estación Cal y Canto de la Línea 2. No paró de diseñar distintas escenas de la historia de Chile y de la ciudad hasta hoy, que ya completa 20 obras y, por lo mismo, convirtió al Metro en la galería más grande de este tipo de piezas en Chile. Lo sigue la galería de la Historia de Concepción -donde hay 15 dioramas- y el Museo de Santiago (Casa Colorada), que tiene 12.
Todas esas obras, son creaciones de Gutiérrez, que es el único exponente de este oficio en Chile.
Según el gerente comercial y de asuntos corporativos de Metro, Alvaro Caballero, los dioramas cumplen una doble función. “Además de su valor artístico, contienen un gran valor patrimonial y educativo, porque permiten acercar de forma didáctica el pasado de nuestro país a un público amplio y diverso como son nuestros pasajeros”, dice.
El Abrazo de Maipú es el último y el más grande, no precisamente por sus dimensiones, sino por el tamaño de sus figuras: San Martín y O’Higgins sobre sus caballos alcanzan los 60 centímetros y las figuras de pie, los 40. “Lo habitual es que los monitos midan 15 centímetros, pero como se trataba de un hecho importante y de una gran estación del Metro, propuse que fuera más imponente”, explica el autor, que cobró $ 19 millones por la obra. El puso los materiales.
Se demoró más que otras veces en esta pieza: si un diorama de los más comunes le toma entre tres y cuatro meses, en este tardó casi seis. Antes de que se inaugurara la estación, El Abrazo de Maipú ya estaba listo.
Para darle forma, se inspiró en el cuadro homónimo de fray Pedro Subercaseaux, quien a través de sus pinturas de inicios del siglo XX se dedicó a revivir escenas históricas. Para darle un aspecto más real, se fijó en todos los detalles y se valió de técnicas insólitas. “El efecto del pasto seco lo logré con pelos de escobillón de plástico que, al tirarles aire caliente con un secador de pelo, se enroscaron y dieron la apariencia de la hierba seca, aplastada por los caballos”.
Rodolfo Gutiérrez es autodidacto. Comenzó utilizando greda y plasticina cuando era apenas un niño. Junto a sus hermanos solía moldear pequeñas figuras que representaban personajes de películas de la época: “Hacía las armaduras, espadas, escudos y cañones que veía en la tele, con la mayor cantidad de detalles posible”, explica. Las piezas tomaban forma en sus manos para luego cobrar vida en inocentes juegos infantiles.
Cuando cumplió 20, comenzó a tallar las figuras en madera y decidió no convertirse en contador, pese a que había terminado la carrera. “La primera figura de madera que hice fue un soldado griego. Para venderlo, tenía que poner mi firma, pero mi apellido era muy común”, recuerda. Entonces escribió su nombre al revés. “Sonaba bien”, dice. Y hasta hoy lo conocen como “Zerreitug”.
Gutiérrez en su casa-taller de El Arrayán (Foto: Natalia Espina)
Durante años vendió sus figuras en tiendas de Viña del Mar y de Santiago, hasta que comenzó con la venta directa en su casa-taller de El Arrayán. Allí vive desde hace 37 años y el lugar es un verdadero museo repleto de sus creaciones. Hay un tótem en la entrada, un mascarón de proa en el living, cuadros en los muros, objetos sobre las mesas. Todos tallados en madera.
El paso a los dioramas lo dio con el primer encargo que le hizo el Museo de Santiago. “Partí con uno que retrataba a Pedro de Valdivia tomando posesión del valle de Santiago”, recuerda.
Para lograrlo, Gutiérrez visitó varias veces el cerro Santa Lucía -entonces Huelén-, tomó fotografías, leyó libros y habló con historiadores. “Siempre es el mismo proceso: hay que investigar mucho antes”, explica, mientras muestra sobre su escritorio los dibujos de uniformes con detalles de sombreros, armaduras y chaquetas.
Para las 20 obras que lleva en el Metro, este ha sido siempre el proceso de trabajo, para que la historia del diorama quede casi como si la estuvieran contando.
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